Santander Inédito
Siempre me gustó la relación entre fotografía y texto. Me gusta la relación directa, por ejemplo en entrevistas, donde la imagen describe a la persona y adelanta parte de su esencia, que luego el texto amplía. Y la relación indirecta, como cuando Juan José Millás en el suplemento veraniego de El País, veía en el retrato de una mujer, el mapa de un país en el que apetecía quedarse a vivir por cálido y acogedor. Más tarde, mucho más tarde, llegaría Pablo Martínez Zarrazina, con su Bilbao Inédito. Una serie de artículos en El Correo, donde exprimía imágenes y obtenía un zumo de letras, descripciones y conclusiones semiimposibles. Así que, como aficionado al género, me lanzo a escribir sobre las fotografías de Santander que iré tomando.
Siempre me gustó la relación entre fotografía y texto. Me gusta la relación directa, por ejemplo en entrevistas, donde la imagen describe a la persona y adelanta parte de su esencia, que luego el texto amplía. Y la relación indirecta, como cuando Juan José Millás en el suplemento veraniego de El País, veía en el retrato de una mujer, el mapa de un país en el que apetecía quedarse a vivir por cálido y acogedor. Más tarde, mucho más tarde, llegaría Pablo Martínez Zarrazina, con su Bilbao Inédito. Una serie de artículos en El Correo, donde exprimía imágenes y obtenía un zumo de letras, descripciones y conclusiones semiimposibles. Así que, como aficionado al género, me lanzo a escribir sobre las fotografías de Santander que iré tomando.
En Santander suena el Big Ben
31 Oct. 2016
La niebla envuelve la ciudad, como un papel translúcido, de los que se usan para proteger lo delicado. Con este envoltorio nebuloso Santander es Londres.
Atraídos por la ilusión del sol español, los ingleses se encuentran como en casa entre la niebla. Ellos, tan inocentes pensando que el cantábrico es un paraiso perenne de sol, vienen calzados con sandalias. Nosotros tan cargados de juicios breves, de prejuicios, pensamos que los hijos de la Gran Bretaña, son poco menos que extraterrenos. Pero, envueltos en la niebla unos y otros, es imposible distinguirlos. Lo mismo que envueltos en la bruma de los bares, tampoco se puede diferenciar a patrios y turistas. La meteorología confirma lo evidente, es más lo que nos iguala.
La niebla ha traído modos ingleses de chaquetas y gorros, y ha abierto una puerta que comunica Londres y Santander. Giras en Daoiz y Velarde y sales en Oxford Street. Tuerces en Trafalgar Square y acabas en Cañadío. Por el Paseo Pereda puede circular despistada Isabel Segunda. Mientras en Covent Garden un paisano sorprendido insiste en que le pongan su mediano rápido, porque tiene el coche en doble fila.
Atraídos por la ilusión del sol español, los ingleses se encuentran como en casa entre la niebla. Ellos, tan inocentes pensando que el cantábrico es un paraiso perenne de sol, vienen calzados con sandalias. Nosotros tan cargados de juicios breves, de prejuicios, pensamos que los hijos de la Gran Bretaña, son poco menos que extraterrenos. Pero, envueltos en la niebla unos y otros, es imposible distinguirlos. Lo mismo que envueltos en la bruma de los bares, tampoco se puede diferenciar a patrios y turistas. La meteorología confirma lo evidente, es más lo que nos iguala.
La niebla ha traído modos ingleses de chaquetas y gorros, y ha abierto una puerta que comunica Londres y Santander. Giras en Daoiz y Velarde y sales en Oxford Street. Tuerces en Trafalgar Square y acabas en Cañadío. Por el Paseo Pereda puede circular despistada Isabel Segunda. Mientras en Covent Garden un paisano sorprendido insiste en que le pongan su mediano rápido, porque tiene el coche en doble fila.
Desvestidos de Verano
3 Octubre 2016
Viendo el escaparate, con su gran surtido de vestidos de verano en oferta, uno se queda sorprendido de la evolución de la moda. Parece que se lleva el desvestido en varias versiones -el en pelotas de toda la vida-. Va ser bonito ver el espectáculo... y sus rimas. Cuerpos serranos y sin serrar, luciendo moda y mostrando interioridades. Si algún día fue París quien marcó tendencia, hoy es Santander. Más en concreto, una tienda de Camilo Alonso Vega, de cuyo nombre no quiero acordarme. Que figurará en los anales de la historia, precisamente por hacer pasear los anales y otras porciones humanas a ojos de las calles del mundo.
Diferencias generacionales
(7 Septiembre 2016)
Las casas antiguas, seguramente por una alimentación inadecuada, no crecieron como las nuevas generaciones. La de la chaqueta azul y el sombrero de teja roja, mira a izquierda y derecha y ve a los espigados jóvenes, que la han dejado pequeña. A ella le duelen las vigas, le crujen, y sus ojos antes intensos, ahora se han quedado pequeños y miopes. Envidia al hormigón aséptico e indoloro, y a las ventanas enormes que invitan al sol a quedarse en las habitaciones. Aunque ella es una histórica –una muestra de cómo se hacían antes las cosas y de cómo se vivía–, tampoco eso la consuela. El tiempo la ha enseñado que nacer antes o después no es tan importante, lo importante es lo que se vive y cómo se vive. Tampoco tiene las mismas aficiones que sus vecinos. A ella le gusta más tomar el sol, sestear con las ventanas medio cerradas, ver a los niños crecer. Las casas modernas, sin embargo, son más de cenas con amigos, planes de playa, conciertos los sábados y película los domingos amarrados al sofá. A pesar de la diferencia de edad, los edificios son una piña unida. Están juntos codo con codo, para lo que sea. Tampoco hay mucha posibilidad de elección, el espacio es oro en una ciudad –como el tiempo en cualquier sitio– y hay que apretarse. Pero merece la pena cuando se puede disfrutar de un espacio así de privilegiado. Con vistas extraordinarias a la Bahía de Santander. Con aroma cultural, de lo que se guisa en la cercana cocina del Palacio de Festivales. Con un emplazamiento céntrico pero sin sufrir demasiado sus rigores. Los edificios se quedaron de piedra con los amaneceres y atardeceres sobre las olas, y por eso dirigen siempre las ventanas al mar. Con la mirada extasiada hacia el horizonte azul, gris o de negro nocturno. Con la vista hacia unas nubes viajeras, que en ocasiones vienen con equipaje de lluvia, que dejan caer distraídamente, quizá para quitarse un peso de encima. Entre las casas de distintas épocas se notan las diferencias generacionales. Visten distinto, se cubren con diferentes tejados, y las habitan gentes desiguales. En lo único que están claramente de acuerdo, es que nunca se cansan de mirar al mar.
Da gusto pasear por Santander
(22 agosto 2016)
Da gusto pasear por Santander. El sol, detrás, calienta las plumas y delante queda la aventura. La calle Tantín le gusta, es tranquila, sin muchedumbres. Le encanta andar, tipi tapa chof, y dejar por un momento los altos vuelos. Apetece patear por estas callejitas antiguas, de camino al Río de la Pila. Paseando sin prisas y mirando a un lado y a otro. Los coches en procesión durmiente, las ventanas de los bares llenas de gente dentro, los modernos tótem de la zona azul, con la raya de la calle pintada del mismo color. Cuidan los detalles en las capitales. Aunque en esta zona, al ser calles de atrás de la ciudad, también se perciben sombras. Con edificios caídos en acto de servicio y orgullosas viviendas históricas en pie. Es la biología de la construcción. La edad no perdona. Unos tienen que morir para dejar espacio donde nazcan nuevos pisos. Eso supone un luto, un tiempo, una incertidumbre. Unos cuidados a los edificios más enfermos, un ponerles muletas de andamio, un seguimiento del doctor de urbanismo, un ansia del empresario de la construcción, un dolor de cabeza mayúsculo a los vecinos. Pero, al final, la vida se impone, nada es eterno y todo va cambiando aunque sea lentamente. A una gaviota normal, las vigas caídas le gustan para plantar un nido, pero, para una gaviota de ciudad, con los hábitos alterados por la modernidad, todo le llama la atención. Por eso mira altiva, con el pico arriba, el pecho estirado, sin arrugarse ante las circunstancias. Como antiguo pescador, antes le gustaba pasearse por el Barrio Pesquero. Pero ahora, que vive de las sobras del vertedero, ya no le apetece tanto. Le da tristeza ver lo poco que queda de su antiguo oficio, y por eso pasea por otras zonas para olvidar. Le encanta esta zona castiza, popular, obrera, donde nadie la mira por encima del hombro aunque todos sean más altos. Le hacen gracia los graznidos que salen de los bares. Con la gente bebiendo mientras suena un ruido agradable. A veces salen fuera y echan humo como coches o máquinas, parece que la modernidad también les afecta y ha cambiado su metabolismo a algo mecánico y productivo, y en esa combustión del tiempo, expulsan algunos monóxidos. Cuando el ave entra en el Río de la Pila, abre las alas y, sin pedir permiso a ninguna torre de control, levanta el vuelo. Vuela hacia General Dávila y observa a los hombrecitos menguantes a medida que coge altura. Unos van de la mano, otros en grupo y sin hablarse. Unos con prisa para llegar a algún sitio, y otros con pausa para llegar a ninguna parte. El sol sigue cayendo y ya empieza a ser tarde. Así que para casa, a fichar como todo hijo de vecino. Mientras se aleja del barrio observa el funicular sin saber lo que es, pero le recuerda a esas empleadas de las fábricas que ha visto en Santoña, y que meten peces a presión en otra cajita de metal. En fin, una gaviota será moderna, pero todo lo ve a vista de ave y con el apetito de pesca, aunque tenga que conformarse con otro menú.
A Luisa la llaman...
(27 abril 2015)
A Luisa la llaman bruja y eso marca. Una, palacete ella, está allí tomando el sol con su vestido elegante de color pastel, sus paredes esbeltas, su fachada cosida de adornos, y al oír eso se ofende. Sabe que pasó malos tiempos, pero eso quedó atrás, ahora rehabilitada, luce como antaño, o casi. "¿Con lo bien que estoy ahora cómo me llaman bruja?", parece pensar. Pero la palabra no se va de su mente. Resuena en sus habitaciones de techos altos, sube por la escalera de caracol hasta las buhardillas, baja después hasta el sótano donde el frescor enfría la ira. Aunque se sea palacio, se sabe que si a una la ven bruja lo acaba siendo, y las colegas escobadas entrarán volando por las ventanas para asegurar que las malas lenguas se conviertan en maleficio.
Villa Luisa nació en los buenos tiempos y se sabía señorita con clase. Vivió años felices y cuando la abandonaron, lloró amargamente inundando los sótanos y empapando de pena las paredes y techos que criaron moho. Ahora, al retornar los inquilinos y vestirla de nuevo, y maquillarla como señora de edad que se cuida, se siente feliz. Como ha sufrido, sabe que las etiquetas interesadas, las difamaciones por quienes te envidian, son como termitas que minan las vigas de buen roble de una señora de Santander. Lo que no hace el tiempo, lo hace el olvido y la falta de aprecio. Así que las ventanas se abren de par en par mirando a quien la nombra con inquina. La puerta de la entrada se entreabre y luego, mordiéndose la lengua, se cierra para callar. “No hay que ofenderse por tan poco, a palabras necias oídos sordos”, murmulla Luisa. Pero claro, todo esto afecta. La casa reflexiva, mueve con gesto delicado la cabeza. A izquierda y a derecha, de lado a lado, como negando que esta ofensa le pueda pasar a ella. El sombrero con su pararrayos, permanece en su sitio, digno y señorial, pero cruje calladamente por un movimiento al que no está acostumbrado. Las chimeneas echan nubes de resentimiento mientras en la cocina, se guisa venganza a fuego lento. A lo lejos, por el color del cielo y por las nubes que empezarán a ser numerosas, alguien intuye que habrá tormenta. Pero, en ese cocinar sin prisa, en ese calor agradable que sale del corazón de una casa, las paredes se templan y el ánimo se aplaca.
Así con el alma en paz y una felicidad moderada, las ventanas sonríen al mundo y este devuelve educado la sonrisa. Un palacete, por muy señorial que sea, sabe que toda acción depende de sus inquilinos, pero la actitud, es toda suya, por ello se muestra agradable. La casa, al abandonarla sus primeros dueños, y con el tiempo, quedó despeinada y andrajosa y fueron los nuevos propietarios quienes la devolvieron su dignidad. Con los piropos de yeso, cemento, pintura y tejas rojas de los albañiles, la casa recobró la belleza de antaño. Aunque duele que a una la llamen bruja, ahora que no lo es, guiña sus ventanas a quienes miran la bella fachada y muestra su mejor sonrisa. Quien la aprecie, si quiere, pueda llamarle Luisa, Villa Luisa.
(27 abril 2015)
A Luisa la llaman bruja y eso marca. Una, palacete ella, está allí tomando el sol con su vestido elegante de color pastel, sus paredes esbeltas, su fachada cosida de adornos, y al oír eso se ofende. Sabe que pasó malos tiempos, pero eso quedó atrás, ahora rehabilitada, luce como antaño, o casi. "¿Con lo bien que estoy ahora cómo me llaman bruja?", parece pensar. Pero la palabra no se va de su mente. Resuena en sus habitaciones de techos altos, sube por la escalera de caracol hasta las buhardillas, baja después hasta el sótano donde el frescor enfría la ira. Aunque se sea palacio, se sabe que si a una la ven bruja lo acaba siendo, y las colegas escobadas entrarán volando por las ventanas para asegurar que las malas lenguas se conviertan en maleficio.
Villa Luisa nació en los buenos tiempos y se sabía señorita con clase. Vivió años felices y cuando la abandonaron, lloró amargamente inundando los sótanos y empapando de pena las paredes y techos que criaron moho. Ahora, al retornar los inquilinos y vestirla de nuevo, y maquillarla como señora de edad que se cuida, se siente feliz. Como ha sufrido, sabe que las etiquetas interesadas, las difamaciones por quienes te envidian, son como termitas que minan las vigas de buen roble de una señora de Santander. Lo que no hace el tiempo, lo hace el olvido y la falta de aprecio. Así que las ventanas se abren de par en par mirando a quien la nombra con inquina. La puerta de la entrada se entreabre y luego, mordiéndose la lengua, se cierra para callar. “No hay que ofenderse por tan poco, a palabras necias oídos sordos”, murmulla Luisa. Pero claro, todo esto afecta. La casa reflexiva, mueve con gesto delicado la cabeza. A izquierda y a derecha, de lado a lado, como negando que esta ofensa le pueda pasar a ella. El sombrero con su pararrayos, permanece en su sitio, digno y señorial, pero cruje calladamente por un movimiento al que no está acostumbrado. Las chimeneas echan nubes de resentimiento mientras en la cocina, se guisa venganza a fuego lento. A lo lejos, por el color del cielo y por las nubes que empezarán a ser numerosas, alguien intuye que habrá tormenta. Pero, en ese cocinar sin prisa, en ese calor agradable que sale del corazón de una casa, las paredes se templan y el ánimo se aplaca.
Así con el alma en paz y una felicidad moderada, las ventanas sonríen al mundo y este devuelve educado la sonrisa. Un palacete, por muy señorial que sea, sabe que toda acción depende de sus inquilinos, pero la actitud, es toda suya, por ello se muestra agradable. La casa, al abandonarla sus primeros dueños, y con el tiempo, quedó despeinada y andrajosa y fueron los nuevos propietarios quienes la devolvieron su dignidad. Con los piropos de yeso, cemento, pintura y tejas rojas de los albañiles, la casa recobró la belleza de antaño. Aunque duele que a una la llamen bruja, ahora que no lo es, guiña sus ventanas a quienes miran la bella fachada y muestra su mejor sonrisa. Quien la aprecie, si quiere, pueda llamarle Luisa, Villa Luisa.