Artículos de texto
Estas son algunas de mis cantinelas. Nacieron para ser publicadas en la revista Marejada de Santander, donde tomaron forma de columnas de opinión. Son, en realidad, unos relatos breves en los que saco mis ángeles y demonios a pasear al tiempo que ordeno mis ideas. Disfruté creando estas historias y espero que disfrutes con ellas al leerlas.
Nitro y Glice
Dicen en el barrio que Nitro y Glice hacen muy buena pareja. Se les ve por los paseos agarrados de la mano disfrutando. Nitro y Glice se quieren con locura y dicen a los demás maravillas el uno del otro, aunque cuando están juntos pocas veces se hablan y a veces ni se miran.
Nitro es un hombre bravo y arrogante. Le gusta tomar cañas con los amigos y ver con ellos los partidos de fútbol. Los domingos por la mañana lee la prensa, le gusta estar informado, sobre todo de la marcha del Madrid. Glice es muy diferente. Tímida, sensible, callada casi siempre e impulsiva. Sus únicas amigas son Rosa y Mari, pero es Mari con quien mejor se lleva. Con ella el día se le ilumina, pena que la vea poco. A Nitro le encanta la noche, a Glice el día. Nitro sale a menudo con los amigos, le encanta bromear y fanfarronear. Disfruta discutiendo sobre esto o aquello y siempre sale victorioso. Vuelve a casa de madrugada, casi siempre un poco tocado. Glice es diferente. No trabaja y tiene tiempo por las mañanas para visitar los bares del barrio, allí toma vino barato mientras juega a las máquinas tragaperras, casi siempre vuelve a casa un poco tocada. Nitro y Glice se juntaron para mitigar sus soledades, para calmar sus ansias, pero nunca dejaron de ser dos personas solas. Un día, después de unas semanas especialmente tensas, la discusión diaria que mantenían desde hacía seis años se tornó más encendida. “¡Eres una borracha, una adicta a las máquinas, una hija de puta!”, gritó Nitro dando un portazo cuando se metía en la habitación. “¡Y tú un alcohólico que no se te levanta, tus amigos te han abandonado porque saben que eres un hijo de puta y un mierda!”, chilló Glice metiéndose en la cocina. Al cabo de unos segundos y como movidos por unos hilos, como marionetas del destino incapaces de decidir, se encontraron enfrentados en el pasillo de la casa. Ella llevaba un cuchillo y él una pistola. Mientras Glice le clavaba la hoja en el corazón Nitro le disparó en el pecho. Los cuerpos caían juntos y la vida se escapaba de ellos. Ella susurró: “Te quiero”. “Yo también”, respondió él. Ambos utilizaron sus últimas fuerzas para entrelazar sus manos.
Así les encontró la policía, y pensaron que Nitro y Glice eran nitroglicerina que tarde o temprano acaba por explotar. El forense clamó contra la violencia de género, el periódico bramó contra las adicciones que destrozan a las personas. Todos hablaron del tema ese día y al siguiente se olvidó. Fue entonces cuando en una emisora de radio un experto dijo que nos comportamos como animales cuando no sabemos actuar como personas que piensan. Y preguntó: “¿Qué hacen cada día para ser más personas y evitar que esto suceda?”
Dicen en el barrio que Nitro y Glice hacen muy buena pareja. Se les ve por los paseos agarrados de la mano disfrutando. Nitro y Glice se quieren con locura y dicen a los demás maravillas el uno del otro, aunque cuando están juntos pocas veces se hablan y a veces ni se miran.
Nitro es un hombre bravo y arrogante. Le gusta tomar cañas con los amigos y ver con ellos los partidos de fútbol. Los domingos por la mañana lee la prensa, le gusta estar informado, sobre todo de la marcha del Madrid. Glice es muy diferente. Tímida, sensible, callada casi siempre e impulsiva. Sus únicas amigas son Rosa y Mari, pero es Mari con quien mejor se lleva. Con ella el día se le ilumina, pena que la vea poco. A Nitro le encanta la noche, a Glice el día. Nitro sale a menudo con los amigos, le encanta bromear y fanfarronear. Disfruta discutiendo sobre esto o aquello y siempre sale victorioso. Vuelve a casa de madrugada, casi siempre un poco tocado. Glice es diferente. No trabaja y tiene tiempo por las mañanas para visitar los bares del barrio, allí toma vino barato mientras juega a las máquinas tragaperras, casi siempre vuelve a casa un poco tocada. Nitro y Glice se juntaron para mitigar sus soledades, para calmar sus ansias, pero nunca dejaron de ser dos personas solas. Un día, después de unas semanas especialmente tensas, la discusión diaria que mantenían desde hacía seis años se tornó más encendida. “¡Eres una borracha, una adicta a las máquinas, una hija de puta!”, gritó Nitro dando un portazo cuando se metía en la habitación. “¡Y tú un alcohólico que no se te levanta, tus amigos te han abandonado porque saben que eres un hijo de puta y un mierda!”, chilló Glice metiéndose en la cocina. Al cabo de unos segundos y como movidos por unos hilos, como marionetas del destino incapaces de decidir, se encontraron enfrentados en el pasillo de la casa. Ella llevaba un cuchillo y él una pistola. Mientras Glice le clavaba la hoja en el corazón Nitro le disparó en el pecho. Los cuerpos caían juntos y la vida se escapaba de ellos. Ella susurró: “Te quiero”. “Yo también”, respondió él. Ambos utilizaron sus últimas fuerzas para entrelazar sus manos.
Así les encontró la policía, y pensaron que Nitro y Glice eran nitroglicerina que tarde o temprano acaba por explotar. El forense clamó contra la violencia de género, el periódico bramó contra las adicciones que destrozan a las personas. Todos hablaron del tema ese día y al siguiente se olvidó. Fue entonces cuando en una emisora de radio un experto dijo que nos comportamos como animales cuando no sabemos actuar como personas que piensan. Y preguntó: “¿Qué hacen cada día para ser más personas y evitar que esto suceda?”
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El elevador
Cuando pulsé el botón para subir en el ascensor, oí su voz: “Puertas abiertas”. Me sorprendió el tono amable, el timbré cálido, el volumen mesurado. La voz seductora que se dirigía hacia a mí amablemente, provenía de las entrañas del elevador. De su estructura pulcra y acerada salía una voz deliciosa, sensual y maravillosa.
No es la primera vez que oía hablar a una máquina, que va. Como la gran mayoría de los que pisamos el planeta tierra, ya nos vamos acostumbrando a esas voces enlatadas que cada vez más cacharros dispensan. Uno se ha acostumbrado a escuchar la voz del surtidor de gasolina, que como algunas personas, habla pero no escucha. Hay muchas máquinas que han adquirido la facultad de largar con desenfado. “Su tabaco gracias”, “Agotado producto”, “Ha elegido usted diesel”. Pero la voz de éste ascensor era diferente. Y, para colmo, en una mañana de lluvia era la primera voz que oía hablar. Al pulsar el botón para dirigirme al tercer piso, surgió de nuevo aquella cascada de dulce melodía, nacida de una garganta cibernética. “Ha pulsado usted tercer piso”. Noté un temblor que recorría mi espina dorsal y no pude evitar enamorarme de tanta atención. Pregunté al bruñido aparato si estudiaba o trabajaba, a qué hora salía. Todo para tratar de dar salida a aquel ansia apasionada que nacía en mí.
Aunque esperé que contestase a mis preguntas, no lo hizo. Asépticamente me informo de la llegada a la tercera planta y de cómo allí las puertas se abrían. Un tanto decepcionado, me despedí cabizbajo y caminé por el pasillo infinito donde me esperaba el trabajo. Aquella voz de ascensor se grabó en mi mente y le agradezco infinitamente sus charla digitalizada. Ojalá los humanos, esos que poseen el don de la palabra, se animen a tomar el ejemplo del ascensor. Porque sí, por las buenas, porque hablar con otros es agradable. Una forma de hacer que en los días lluviosos salga un poco el sol de la conversación.
Cuando pulsé el botón para subir en el ascensor, oí su voz: “Puertas abiertas”. Me sorprendió el tono amable, el timbré cálido, el volumen mesurado. La voz seductora que se dirigía hacia a mí amablemente, provenía de las entrañas del elevador. De su estructura pulcra y acerada salía una voz deliciosa, sensual y maravillosa.
No es la primera vez que oía hablar a una máquina, que va. Como la gran mayoría de los que pisamos el planeta tierra, ya nos vamos acostumbrando a esas voces enlatadas que cada vez más cacharros dispensan. Uno se ha acostumbrado a escuchar la voz del surtidor de gasolina, que como algunas personas, habla pero no escucha. Hay muchas máquinas que han adquirido la facultad de largar con desenfado. “Su tabaco gracias”, “Agotado producto”, “Ha elegido usted diesel”. Pero la voz de éste ascensor era diferente. Y, para colmo, en una mañana de lluvia era la primera voz que oía hablar. Al pulsar el botón para dirigirme al tercer piso, surgió de nuevo aquella cascada de dulce melodía, nacida de una garganta cibernética. “Ha pulsado usted tercer piso”. Noté un temblor que recorría mi espina dorsal y no pude evitar enamorarme de tanta atención. Pregunté al bruñido aparato si estudiaba o trabajaba, a qué hora salía. Todo para tratar de dar salida a aquel ansia apasionada que nacía en mí.
Aunque esperé que contestase a mis preguntas, no lo hizo. Asépticamente me informo de la llegada a la tercera planta y de cómo allí las puertas se abrían. Un tanto decepcionado, me despedí cabizbajo y caminé por el pasillo infinito donde me esperaba el trabajo. Aquella voz de ascensor se grabó en mi mente y le agradezco infinitamente sus charla digitalizada. Ojalá los humanos, esos que poseen el don de la palabra, se animen a tomar el ejemplo del ascensor. Porque sí, por las buenas, porque hablar con otros es agradable. Una forma de hacer que en los días lluviosos salga un poco el sol de la conversación.
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Flor en las nieves
Estaba semiescondida entre las nieves. Era una florecilla roja, una colección armónica de pétalos sonrojados, una fuente de fragancias dulces con un poso amargo. Me acerqué a olerla y cuando mi nariz estaba ya cerca de ella...
– Hola –dijo la flor bella con una voz frágil y asustada.
– Hola –contesté sorprendido.
– ¿Sueles hablar con las flores? Preguntó coqueta moviendo los pétalos.
– Alguna vez sí, pero esta es la primera vez que la flor me responde.
– Ja ja ja, somos tímidas, siempre oímos pero no siempre contestamos. ¿Me llevas en tu solapa?
– Lo siento –dije mientras pensaba la respuesta–, no llevo solapa.
La conversación se detuvo unos segundos y observé que escondidos entre los pétalos había unos pequeños brazos. Sorprendido continué mirando y descubrí unas piernas plegadas entre las hojas. Aspiré el aroma tenue y bello que la chica flor desprendía.
– ¿Con qué sueña una flor? – pregunté.
– Me gustaría ser una máscara del carnaval de Venecia, o viajar para ver los lugares maravillosos que aparecen en mis sueños. Me gustaría un crucero sin la arena del reloj, sin la prisa de las agujas del tiempo.
– Y, ¿qué hace una flor para conseguirlo? – Le dije.
Bajó la mirada y se quedó pensativa.
– Antes lloraba, pero este año he decidido hablar con el viento y el sol para contarles mis sueños y pedirles que se hagan realidad.
Se levantó un soplo enérgico de aire que apartó la nieve de la florecilla, un rayo de sol iluminó los pétalos sonrojados derritiendo los grilletes del frío, parecía que un milagro podría pasar, pero no sucedió nada. La chica flor me miró decepcionada y dijo: “Esperaba que otros me salvasen, pero no espero más, iré al carnaval de Venecia”. La vi levantarse despacio, con cada inspiración su cuerpo crecía. Atrás quedaba el corsé de flor que hasta ahora había llevado. En unos segundos fue mujer y avanzó entre las nieves. Desprendía un olor maravilloso a decisión y a vitalidad. Ahora sabía lo que quería y el mundo se rendía a sus pies. Espero que otras flores atrapadas como ella se decidan a encontrar sus sueños.
Estaba semiescondida entre las nieves. Era una florecilla roja, una colección armónica de pétalos sonrojados, una fuente de fragancias dulces con un poso amargo. Me acerqué a olerla y cuando mi nariz estaba ya cerca de ella...
– Hola –dijo la flor bella con una voz frágil y asustada.
– Hola –contesté sorprendido.
– ¿Sueles hablar con las flores? Preguntó coqueta moviendo los pétalos.
– Alguna vez sí, pero esta es la primera vez que la flor me responde.
– Ja ja ja, somos tímidas, siempre oímos pero no siempre contestamos. ¿Me llevas en tu solapa?
– Lo siento –dije mientras pensaba la respuesta–, no llevo solapa.
La conversación se detuvo unos segundos y observé que escondidos entre los pétalos había unos pequeños brazos. Sorprendido continué mirando y descubrí unas piernas plegadas entre las hojas. Aspiré el aroma tenue y bello que la chica flor desprendía.
– ¿Con qué sueña una flor? – pregunté.
– Me gustaría ser una máscara del carnaval de Venecia, o viajar para ver los lugares maravillosos que aparecen en mis sueños. Me gustaría un crucero sin la arena del reloj, sin la prisa de las agujas del tiempo.
– Y, ¿qué hace una flor para conseguirlo? – Le dije.
Bajó la mirada y se quedó pensativa.
– Antes lloraba, pero este año he decidido hablar con el viento y el sol para contarles mis sueños y pedirles que se hagan realidad.
Se levantó un soplo enérgico de aire que apartó la nieve de la florecilla, un rayo de sol iluminó los pétalos sonrojados derritiendo los grilletes del frío, parecía que un milagro podría pasar, pero no sucedió nada. La chica flor me miró decepcionada y dijo: “Esperaba que otros me salvasen, pero no espero más, iré al carnaval de Venecia”. La vi levantarse despacio, con cada inspiración su cuerpo crecía. Atrás quedaba el corsé de flor que hasta ahora había llevado. En unos segundos fue mujer y avanzó entre las nieves. Desprendía un olor maravilloso a decisión y a vitalidad. Ahora sabía lo que quería y el mundo se rendía a sus pies. Espero que otras flores atrapadas como ella se decidan a encontrar sus sueños.
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Carnaval
El carnaval es ese momento en el que te puedes poner la máscara para ser otro, para disfrutar de la experiencia de otra vida, de otra forma de ver el mundo. O, quizá, disfrazándote de otro seas realmente tú mismo, alejado de las convenciones y mostrando lo que ocultas tan cuidadosamente durante todo el año. Sea como fuere, es un momento más para disfrutar de la vida con alegría. Para apurar ese trago con deleite. Si puede ser acompañado de amigos mejor y si no, es un buen momento para encontrarlos.
Él se disfrazará de mujer, para aprovechar la ropa atrevida que lleva años comprando, y como primer paso para hacer pública su salida del armario. Ella se disfrazará de agente del orden, para infundir un poco de respeto a unos hijos y un marido que no le hacen ni caso. Unos se vestirán de cura, para dar unas hostias a gusto a alguno que se las merece. Otros serán unas prostitutas sensuales -con bigote y bello en las piernas- para con esos trajes vencer la timidez y acercarse a unas chicas disfrazadas de monjes. El obrero se pondrá un traje y jugará a ser patrón. El patrón se pondrá unos vaqueros y no se dará ordenes ni a sí mismo. Unas mujeres maduras se vestirán de colegialas con coletas y volverán a ser jóvenes sin perder ni un ápice de lo que saben, menudo miedo. Unos jóvenes se disfrazarán de jubilados y con un júbilo desbordado saltarán impulsados por las cachabas, mientras trasiegan pastillas para el alzheimer, o eso les dirán a los agentes de la policía disfrazados de paisano que les requisarán las drogas. Los perros se disfrazarán de amos y disfrutarán del derecho al sofá. Y los amos se vestirán de perros para mear donde les plazca, cosa que los hombres disfrazados de barrenderos por la mañana les reprocharán acordándose de todo su árbol genealógico. Habrá quien practique el coito sin protección escondido tras de un seto, mientras al otro lado duerme el sueño de los justos uno disfrazado de condón, qué paradoja.
Sin duda los disfraces hacen posible vivir otras vidas. Unas veces salvajes y otras veces deliciosamente tradicionales. Las máscaras que se ponen y se quitan hacen de la noche de carnaval un oasis en el desierto, un momento para que lo que se desee se cumpla sin remordimiento de conciencia, sin obligación de sonrojarse. Quizá tan sólo sea cuestión de dejar de pensar todo tanto y dejarse mecer por viento del momento. No se trata de ser otro sino de, por una noche al menos, ser uno mismo. O quizá todo lo contrario. ¿Tú cómo lo ves?
El carnaval es ese momento en el que te puedes poner la máscara para ser otro, para disfrutar de la experiencia de otra vida, de otra forma de ver el mundo. O, quizá, disfrazándote de otro seas realmente tú mismo, alejado de las convenciones y mostrando lo que ocultas tan cuidadosamente durante todo el año. Sea como fuere, es un momento más para disfrutar de la vida con alegría. Para apurar ese trago con deleite. Si puede ser acompañado de amigos mejor y si no, es un buen momento para encontrarlos.
Él se disfrazará de mujer, para aprovechar la ropa atrevida que lleva años comprando, y como primer paso para hacer pública su salida del armario. Ella se disfrazará de agente del orden, para infundir un poco de respeto a unos hijos y un marido que no le hacen ni caso. Unos se vestirán de cura, para dar unas hostias a gusto a alguno que se las merece. Otros serán unas prostitutas sensuales -con bigote y bello en las piernas- para con esos trajes vencer la timidez y acercarse a unas chicas disfrazadas de monjes. El obrero se pondrá un traje y jugará a ser patrón. El patrón se pondrá unos vaqueros y no se dará ordenes ni a sí mismo. Unas mujeres maduras se vestirán de colegialas con coletas y volverán a ser jóvenes sin perder ni un ápice de lo que saben, menudo miedo. Unos jóvenes se disfrazarán de jubilados y con un júbilo desbordado saltarán impulsados por las cachabas, mientras trasiegan pastillas para el alzheimer, o eso les dirán a los agentes de la policía disfrazados de paisano que les requisarán las drogas. Los perros se disfrazarán de amos y disfrutarán del derecho al sofá. Y los amos se vestirán de perros para mear donde les plazca, cosa que los hombres disfrazados de barrenderos por la mañana les reprocharán acordándose de todo su árbol genealógico. Habrá quien practique el coito sin protección escondido tras de un seto, mientras al otro lado duerme el sueño de los justos uno disfrazado de condón, qué paradoja.
Sin duda los disfraces hacen posible vivir otras vidas. Unas veces salvajes y otras veces deliciosamente tradicionales. Las máscaras que se ponen y se quitan hacen de la noche de carnaval un oasis en el desierto, un momento para que lo que se desee se cumpla sin remordimiento de conciencia, sin obligación de sonrojarse. Quizá tan sólo sea cuestión de dejar de pensar todo tanto y dejarse mecer por viento del momento. No se trata de ser otro sino de, por una noche al menos, ser uno mismo. O quizá todo lo contrario. ¿Tú cómo lo ves?
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Manolito el aprendiz de tacos
Manolito es un niño activo y simpático que cabalga alocado por la alfombra de la cafetería. Tendrá unos tres años, y siempre tienen la pila de la energía cargada a tope. Corre esquivando las mesas y pasa a toda pastilla entre los clientes riéndose. A veces, se hace acompañar de una tropa de indios o vaqueros bajitos como él, que le acompañan en sus aventuras por el salvaje oeste del bar.
Manolito, cuando está solo y se aburre, pasea despacio por el pasillo. Camina entre las mesas y mira a los que están sentados. Si encuentra alguien interesante, vaya usted a saber sus motivos, le lanza una sonrisa simpática. Si el ‘sujeto del experimento’ responde con un gesto amable, Manolito se sienta junto a él y comienza el juego. Yo sonreí.
- Hola, dije
- ¡Cabón!, lanzó el enano con el chupete en la boca.
Lo dijo serio, mirándome a los ojos y esperando mi respuesta. Cuando los niños se comportan así, sólo buscan llamar la atención. Si se les da, seguirán teniendo ese comportamiento gamberro. Así que, aguantándome la carcajada y en mi papel de adulto con afán didáctico, le dije:
- No te entiendo nada majo. El niño, sin pestañear, repitió la palabra.
- ¡Cabón!
- Con ese chupete no te entiendo nada, le lancé.
Despacio, solemne, se quitó el chupete y la palabra volvió a sonar: “¡Cabón!”. Sostenía la mirada desafiante. No tenía miedo, sólo estaba sorprendido de que la palabra mágica no hiciera efecto. Probablemente habría funcionado en otras ocasiones, pero esta vez no fue así. Aburrido, Manolito dio la vuelta sin despedirse. Cuando marchó pude reír tranquilo. Al cabo de unos minutos el aprendiz de tacos volvió. Esta vez llevaba puesto a modo de casco un platito de plástico. El mismo plato donde la cafetería pone unas patatas fritas para obsequiar a los clientes. Así que Manolito, que no se preocupó de limpiar el recipiente, llevaba migajas de patata por toda la cara. El jodío niño miraba amenazador mientras yo por dentro me moría de risa. Se apoyó en la mesa y bajando el volumen, y acercándose más a mí, me dijo con un tono amenazador:
- Soy malo
Me reí y le quité las migas de la cara. Luego le hice unas cosquillas y tanta maldad se esfumó con las carcajadas.
Con el tiempo dirá cabrón con toda su erre. Eso entre un repertorio amplio, seguro. Pero, espero que mantenga la gracia y el talento que ahora tiene para hacerlo y que transmita esa energía y humor tan contagiosos que los clientes del café le agradecemos. Gracias Manolito.
Manolito es un niño activo y simpático que cabalga alocado por la alfombra de la cafetería. Tendrá unos tres años, y siempre tienen la pila de la energía cargada a tope. Corre esquivando las mesas y pasa a toda pastilla entre los clientes riéndose. A veces, se hace acompañar de una tropa de indios o vaqueros bajitos como él, que le acompañan en sus aventuras por el salvaje oeste del bar.
Manolito, cuando está solo y se aburre, pasea despacio por el pasillo. Camina entre las mesas y mira a los que están sentados. Si encuentra alguien interesante, vaya usted a saber sus motivos, le lanza una sonrisa simpática. Si el ‘sujeto del experimento’ responde con un gesto amable, Manolito se sienta junto a él y comienza el juego. Yo sonreí.
- Hola, dije
- ¡Cabón!, lanzó el enano con el chupete en la boca.
Lo dijo serio, mirándome a los ojos y esperando mi respuesta. Cuando los niños se comportan así, sólo buscan llamar la atención. Si se les da, seguirán teniendo ese comportamiento gamberro. Así que, aguantándome la carcajada y en mi papel de adulto con afán didáctico, le dije:
- No te entiendo nada majo. El niño, sin pestañear, repitió la palabra.
- ¡Cabón!
- Con ese chupete no te entiendo nada, le lancé.
Despacio, solemne, se quitó el chupete y la palabra volvió a sonar: “¡Cabón!”. Sostenía la mirada desafiante. No tenía miedo, sólo estaba sorprendido de que la palabra mágica no hiciera efecto. Probablemente habría funcionado en otras ocasiones, pero esta vez no fue así. Aburrido, Manolito dio la vuelta sin despedirse. Cuando marchó pude reír tranquilo. Al cabo de unos minutos el aprendiz de tacos volvió. Esta vez llevaba puesto a modo de casco un platito de plástico. El mismo plato donde la cafetería pone unas patatas fritas para obsequiar a los clientes. Así que Manolito, que no se preocupó de limpiar el recipiente, llevaba migajas de patata por toda la cara. El jodío niño miraba amenazador mientras yo por dentro me moría de risa. Se apoyó en la mesa y bajando el volumen, y acercándose más a mí, me dijo con un tono amenazador:
- Soy malo
Me reí y le quité las migas de la cara. Luego le hice unas cosquillas y tanta maldad se esfumó con las carcajadas.
Con el tiempo dirá cabrón con toda su erre. Eso entre un repertorio amplio, seguro. Pero, espero que mantenga la gracia y el talento que ahora tiene para hacerlo y que transmita esa energía y humor tan contagiosos que los clientes del café le agradecemos. Gracias Manolito.
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